El confinamiento impuesto por la pandemia transformó las viviendas en escenarios inéditos. Lo que hasta entonces era refugio y pausa se convirtió, de la noche a la mañana, en oficina, escuela, gimnasio y sala de reuniones. La mesa del comedor, antes testigo de sobremesas familiares, pasó a sostener ordenadores, cables y papeles; el dormitorio, pensado para el descanso, se transformó en cabina improvisada de videollamadas; y el balcón, en un anhelado espacio de fuga y respiro.
Como arquitecta, observé con inquietud y fascinación este fenómeno: nuestras casas revelaron sus virtudes y, sobre todo, sus carencias. La ausencia de espacios flexibles, el déficit de luz natural en estancias clave, el aislamiento acústico insuficiente y la rigidez de las distribuciones modernas quedaron expuestos. El diseño habitacional, pensado durante décadas para optimizar metros y abaratar costes, se mostró frágil ante la necesidad de acoger jornadas laborales completas, simultáneas y prolongadas.
El trabajo invadió lo íntimo. La línea entre lo público y lo privado se desdibujó, obligándonos a negociar constantemente con la incomodidad: sillas inadecuadas, posturas forzadas, ruido de fondo, falta de privacidad. Las paredes, que antes protegían, se convirtieron en límites que estrechaban la experiencia vital. Y, en medio de esa densidad física y emocional, surgió la evidencia de que habitar no es solo ocupar un espacio, sino que ese espacio debe sostenernos en todas nuestras dimensiones: física, mental y social.
Esta crisis nos dejó una lección insoslayable: la vivienda no puede seguir diseñándose solo desde el prisma económico o estético. Debe concebirse como un organismo adaptable, capaz de mutar según las circunstancias. Espacios que respiren, que permitan trabajar sin expulsar la vida doméstica, que ofrezcan luz, silencio y naturaleza aun en medio de la ciudad. Lugares que, ante la próxima crisis, no se improvisen para el trabajo, sino que lo integren sin sacrificar la esencia de hogar.
Quizá, el mayor cambio que trajo el COVID no fue el teletrabajo en sí, sino la conciencia de que el hogar ya no es solo el escenario donde descansamos después de vivir, sino el espacio donde, inevitablemente, vivimos y trabajamos al mismo tiempo. La arquitectura tiene ahora el reto y la oportunidad de diseñar para esa nueva realidad.
Comentarios